La prepotencia con la que actúan
ciertos facultativos frente al dolor de sus pacientes, la falta de calidad
humana con que se aborda el acto médico, la autosuficiencia con que se asumen
las actividades propias del quehacer profesional, en otras palabras, la
presunción equivocada de que el “MD” que adjetiva con pretendida elegancia el
nombre de muchos colegas, tiene la connotación de “medio dios”, el “mismísimo
dios” o para algunos con delirio de grandeza, “más que dios”, representan
motivos de preocupación permanente por el futuro de la medicina de nuestros
ancestros: la medicina enfocada a obtener el bienestar del paciente, la
medicina como una profesión al servicio de le gente, la medicina cargada de
altruismo, solidaridad y buenas intenciones, la medicina ética, la de
Hipócrates, la de Galeno, la de Vesalio, el apostolado que nos inspiró desde el
inicio de los tiempos.
Meditaba acerca de esta y otras
cuestiones relacionadas con la educación de los futuros médicos, cuando tropecé
con un escrito del doctor Rafael Antonio Vargas, en el que pude vislumbrar las
raíces del fenómeno que probablemente haya dado origen a tan sacrosantas
metáforas, las cuales parecen haberse incorporado de forma subrepticia al
imaginario colectivo de la profesión médica, generando la hipertrofia, en
algunas ocasiones patológica, de la autoestima de muchos de mis colegas.
“Es importante tener en cuenta que a
pesar de los racionales que podemos ser”, anota Vargas, “y a pesar de estar a
las puertas del Siglo XXI, la medicina aún se mueva dentro de un marco de
pensamiento mágico religioso”. Según el autor, “el médico es considerado por
algunos como una deidad, un ser capaz de dar y generar vida y al cual me debo
someter o entregar para que cumpla con su misión salvadora”, hecho que le
confiere la condición especial de un semidiós “intermediario de la vida y la
muerte”.
“Y en esto el acto médico se convierte
entonces en un rito, un ceremonial en el cual el médico ejerce como sumo
sacerdote, utilizando para ello el traje litúrgico (bata blanca, vestido de
cirugía, protector de radiación), consulta sus dudas a un ser superior
(especialista, subespecialista, junta médica), acude a libros sagrados (textos
médicos, revistas científicas), utiliza un lenguaje sacro, a veces
incomprensible (jerga médico científica) y sus elementos de ritual ceremonial
son desplegados (estetoscopio, bisturí, jeringas, equipo de cirugía),
permitiéndole en cierta forma, dar un toque de racionalidad al rito”.
Adicional a lo anterior, hay que
recordar que a pesar de la “aparente racionalidad del acto médico, se
incorporan en él una serie de elementos de orden místico religioso, a saber, fe
ciega, sometimiento y resignación ante designios sobrenaturales, compasión,
misericordia, creencia y temor en un ser superior, omnipotencia del mismo”
¿Habrán calado tan profundo estos
supuestos metafóricos en que se equipara a la medicina con una mística religión
fundamentada en el culto al ego y la omnipotencia de un pequeño dios hombre
cuya vanidad infinita supera con creces al amor por sus semejantes, al
compromiso con los más necesitados y a la propia razón de ser de una profesión
“honorada y honorable” que no puede flaquear ante el demonio de la modernidad?
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